LA GALERÍA DE LOS CADÁVERES (capítulo 12)



LA ZONA DEVASTADA DE ORACIÓN ÁRABE

La vetusta edificación que habrá de servir de refugio al presunto desahuciado prácticamente se encuentra en ruinas, había sido construida durante la ocupación musulmana siglo y medio atrás por mandato del célebre monarca Amir al-Yusuf como un refugio de oración, paz y confort. Hecha de grandes bloques de piedra arenisca era originaria de la época en que el dominio árabe había reinado sobre la isla de Mallorca. Comandados por Jeremy Ancarola y un tropel de cuarenta hombres fuertemente armados con yelmos, escudos, hachas de guerra y algunas espadas damasquinas, tomaron por sorpresa la mezquita dando muerte a los nueve místicos sufíes que se encontraban en ese momento haciendo oración.

Los cuerpos de los musulmanes fueron colocados uno junto a otro en el piso de una espaciosa galería ubicada frente al patio central del oratorio donde se vertía el agua cristalina de una fuente. Un par de naves se comunicaban en el interior de la galería teniendo como único acceso una puerta tallada de madera que la caterva atrancó cuidadosamente por fuera. Ante el éxito de la impetuosa embestida. La pequeña hueste de Ancarola y el mismo Jeremy se embriagaron hasta el amanecer bajo la protección de un puñado de guardias apostados en puntos claves de la mezquita, sin omitir evidentemente, la encumbrada cúpula de la torre del alminar.

Pasados dos días del brutal atentado, Ancarola ordenó hacer una impresionante pira donde se les prendería fuego a los cadáveres y para sorpresa de todos los ahí presentes, al abrir la galería, esta se encontraba totalmente vacía, sólo un ligero olor a almizcle y una aterradora sensación de frío y humedad permaneció en ese sitio durante varias décadas, inclusive algunos trashumantes de la región montañosa aseguraron haber visto con sus propios ojos el alma en pena de uno de los místicos vagando tras las arcadas del segundo piso. De tal modo el egregio señorío de la extirpe de los Ancarola se construyó bastante alejado de la zona devastada de oración árabe, y ahora Melissa traía supuestamente a bien morir en este reducto abandonado y misterioso a un individuo del cual no sabía ni siquiera su nombre.

Pero Prinio Corella decide no morir a causa de las múltiples fracturas y lesiones propinadas en casi todo su cuerpo como cada cual había presagiado, inexplicablemente una fuerza superior le permite al anciano burlar no tan sólo a la muerte sino también a sus despiadados agresores que por orden explícita de su –presumible protector- el abad Jacobo de Grinaldi, debieron darle muerte.

Aunque su recuperación es lenta el infortunado “doctor absolut” sabe indicarle a Melissa los enigmáticos preceptos a seguir en la compleja y paciente elaboración de pócimas, grasientos emplastos, amargos brebajes, bálsamos milagrosos y aromáticos ungüentos que ella misma prepara con tal superioridad que hubiese sido capaz de provocar la envidia de cualquier sanador experto. Cada tercer día la joven limpia el cuerpo del anciano con un linimento alcanforado en hojas de plántago cuidando de no humedecer los lienzos que envuelven las fracturas previamente recubiertas de un seboso emplasto amasado con tres tipos diferentes de hiervas, huevo y migajas de pan mojado, que en menos de tres días había endurecido lo suficiente como para mantener al Magister Prinio Corella prácticamente inmóvil.

Del mismo modo Melissa provee los alimentos del anciano escalfados con porciones generosas de legumbres, vegetales, frutas y abundante jugo de naranja. Con cierta eventualidad incluye en la rigurosa dieta del Magister algo de pescado, almendras y aceitunas verdes, pero lo que nunca falta en la cesta de los víveres es una exquisita porción de queso de cabra, una hogaza de pan de centeno recién horneado y un vaso de vino tinto de Malvasia. Todo esto sin omitir los brebajes y remedios que el mismo Corella sé auto prescribe cuidando de observar meticulosamente los pasos del arte y la ciencia con que Melissa en nombre de Dios modestamente prepara.

¡POR AQUÍ SALIERON LOS CADÁVERES!

No habían pasado ni tres meses de su pronta recuperación y ya el doctor absolut recorría de palmo a palmo cada uno de los recónditos espacios de la vetusta mezquita. Apoyado de un bastón paseaba por la galería de los cadáveres cuando se percató que uno de los muros de la pared del fondo estaba orientado hacia la Meca y que éste se encontraba descollado por un gran nicho o mihrab que conservaba aún en todo su esplendor la suntuosa decoración de las construcciones bizantinas.

Junto al mihrab, a la derecha, aún quedaban los restos de mampostería de lo que pudo haber sido el púlpito y más adelante una escalera aún ricamente ornamentada conducía a un podio cubierto por un baldaquín de tejado cónico. El Magister solía permanecer largo rato en la sala de oración sentado frente a la pared ornamentada con mosaicos de cerámica de vivos colores dorados, azules, terracota y ocres, cuyos motivos geométricos y texturas se repetían hasta el infinito trenzándose en una gran variedad de formas sobre la abigarrada superficie, donde el fenómeno de horror vacui creaba una apariencia estupendamente armoniosa.

Meditaba el buen hombre frente al muro alguna reflexión en el instante mismo en el que un mosaico se desprendió de la pared haciendo un ruido inesperado que le hizo fijar su atención en un punto específico de la maraña de cruces y estrellas entrelazadas. Torpemente Corella se aproximó al muro y observó que la gran profusión de líneas sobre la superficie camuflajeaba perfectamente una grieta irregular que ascendía hasta la altura de un hombre.

Un pretil de hierro fundido con motivos vegetales corría a todo lo largo en la parte inferior de la pared, y a unos centímetros del lugar donde había caído el fragmento policromo, el anciano descubrió un grueso anillo móvil sujeto a una varilla que penetraba en un punto específico del muro, con gran sagacidad el viejo observó que la argolla abrazaba ex profeso un par de ramas retorcidas de la vid de hierro. Prinio Corella forcejeó un rato hasta que logró zafar el anillo de metal. Seguidamente y de forma estrepitosa un burdo mecanismo deslizó abruptamente hacia atrás una puerta corrediza dejando al descubierto un pasadizo que bajaba algo más de tres metros del nivel del piso.

-¡Ah!- exclamó atónito el Magister –por aquí salieron los cadáveres. La historia se la contó al detalle Melissa, tal como se la habían contado a ella, pero a ninguno de los dos les satisfacía la misteriosa desaparición de los místicos. Así que el haber encontrado el resquicio secreto fue un alivio para ambos. Esperaron un par de días para bajar, menos denso el aire y provistos con antorchas de aceite llegaron a la antesala de un extenso túnel.

La primera cámara del subterráneo contenía diversos objetos religiosos de los cuales predominaban los incensarios y las lámparas de la mezquita, varios atriles para el Corán y algunos muebles de madera ricamente tallada. Entremezclados con objetos personales había veinte pebeteros y quince grifos elaborados en bronce, dos astrolabios, dieciocho jarras y veintitrés jofainas de cerámica vidriada, algunas piezas de orfebrería en oro puro, tres alfombras y cinco almohadones de lana, un bracero y un hermoso arcón donde se almacenaban pomos colmados de henna, aceite de violetas, perfume de almizcle y jazmín, y algunos panes de jabón arcilloso para el cabello, además de cuatro cofres repletos de telas de seda bordada que revelaban de forma incuestionable el rico y profuso arte típicamente musulmán.

Quinientos metros más adelante hallaron una segunda cámara que había sido sin lugar a dudas la biblioteca clandestina de los místicos musulmanes. El túnel en su totalidad se encontraba recubierto con bloques de piedra, sillares y mampostería a lo largo del piso. El arco del techo y las paredes se encontraban seccionados a intervalos regulares por regias columnas decoradas con un friso de estuco en el que dominaban los detalles epigráficos trastrocados con adornos de cuerdas entrelazadas.

En dicha librería subterránea era notable el orden inflexible de las obras dispuestas a lo largo de la estantería de piedra, donde destacaban un número importante de temas especializados en religión y ciencias. Sorprendía la exquisita encuadernación de los libros prodigiosamente conservados y los espléndidos dibujos figurativos, simbólicos y ornamentales que empavesaban los tratados de medicina, botánica, agronomía, astrología, jurisprudencia, filosofía, matemáticas y principalmente alquimia entremezclados con una profusión insospechada de manuales y tratados de magia.

Todo un tesoro en el arte de la sabiduría y el ocultismo que marcaría dramáticamente los últimos años de vida del Magister Prinio Corella y de la misma Melissa y de toda su exigua descendencia.

Pamela detuvo un instante la lectura cuando se sintió estremecer por una tremenda sensación especulativa, incitada seguramente por la última frase del texto que acaba de leer. Cerró los ojos e imaginó a la niña abandonada de la ermita convertida en mujer, tal vez esposa y amorosa madre. Pero no, esta imagen le resultaba prácticamente imposible. Continuó absorta inmersa en el abandono del regio manuscrito, pero ahora con mayor avidez por el íntimo anhelo de disipar su curiosidad ante una ¿exigua descendencia? Si, así decía de forma literal el texto.

Se preguntó si esto tendría algo que ver con ella, ¡no, por supuesto que no! Los hechos que en ese momento ella leía, habían acontecido cinco siglos atrás. Un repentino escalofrío recorrió su cuerpo, levantó los ojos del libro, exploró con la vista a su alrededor comprobando que efectivamente estaba sola, no obstante le aterraba la sensación de ser observada por algo o alguien a quien ella ciertamente no podía ver.

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