CAVILACIÓN ARISTOTÉLICA (capítulo 15)


UN CALUROSO MES DE SEPTIEMBRE

Con el ritmo de las arduas labores cotidianas se sucedieron los días y las noches de muchos años. En plena feria, en el puerto de Pollença y durante la vendimia de un caluroso mes de septiembre murió Ulrich Ancarola a la edad de 53 años. Los gemelos que atraídos por la vida de mar tentaron fortuna en un barco mercante dos años atrás, se enteraron de la terrible noticia algunos meses más tarde a bordo del “Victoire” cuando regresaban al puerto de Mallorca. Pero el barco mercante a los pocos días fue atacado por piratas berberíscos, causando numerosas muertes a bordo, André quedó levemente herido de una pierna y sobreviviendo los gemelos junto a la mayoría de la tripulación, la fatalidad quiso que aunque liberada la nave, un incidente hiciera estallar el polvorín sin que quedara ningún sobreviviente.

El ecuánime Joaquím celebró las honras fúnebres por su padre y sus hermanos desde la torre albarrana del castillo de Alquézar en la provincia de Huesca donde no obstante los fatídicos acontecimientos escribía que:
 
Ni una morada fija, ni una forma que sea sólo tuya, ni una función peculiar a ti te hemos dado, Adán, con el fin de que según tu juicio puedas tener y poseer la morada, la forma y las funciones que tú mismo desees. Constreñido por ningunos límites, de acuerdo con tu propio albedrío, en cuyas manos te hemos puesto, ordenarás por ti mismo los límites de tu naturaleza. Tendrás el poder de degenerar en las formas más bajas de la vida, que son bestiales. Tendrás el poder de volver a nacer en las formas más altas, que son divinas.

Así, retomando las palabras del filósofo y amigo personal Pico De La Mirándola, Joaquím Ancarola eleva su plegaria al cielo. Tiempo después el tercer hijo de Ulrich y Apel moriría tras la desastrosa caída de un caballo dejando tras de sí gran parte de su obra inconclusa. El menor de los hijos del difunto llegó a tiempo para dar el último adiós a su padre después de varios días de cacería por las faldas de los altos picos del Puig Major en la sierra Tramuntana.

Como en todas las épocas de montería Georg Ancarola no acostumbraba andar solo, se hacía acompañar de una gran comitiva de monteros y gentilhombres que portaban regias ballestas más los diestros halconeros que junto a una muchedumbre de perros y neblíes marcaban con su paso a lo largo del monte, el sonido áspero del cuerno entremezclado con la armonía de los atabales, las bocinas y las trompetas. Pero no sólo de caballeros y escuderos Georg gozaba de buena compañía, algunas gallardas matronas seguidas de sus dueñas y doncellas hacían más agradable la diversión del campo. Ellas firmemente montadas con lujosas vestimentas penetraban ágiles por la espesura de la vegetación y gozaban del espectáculo sin miedo.

 Y así, en ese remedo de cacería, frente al ataúd de Ulrich Ancarola, los recién llegados de a caballo junto a las mujeres y los hombres del pueblo de Pollença vieron hundirse el féretro en la tierra disipando con él la vieja usanza de la casta del patriarca para dar paso a la estirpe señorial de cuyo tronco Melissa era el principio del linaje de una nueva alcurnia cuyas mujeres marcarían la historia de muchas generaciones sobre la tierra.

NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

La estrecha relación entre Francesco Mussato, mejor conocido como Cítola Saborejo más espadachín que poeta y la bella Catalina Berti, quienes eran inseparables personajes del último de los Ancarola dio lugar en la comarca a un sin fin de cuentos e intrigas. A raíz de las difamadoras habladurías sobre la virtud del joven Ancarola, Apel se vio urgida a tomar medidas al respecto, pero una grave circunstancia la obligó a posponer temporalmente sus propósitos. Melissa con más de 50 años a cuestas se encontraba encinta.

Meses atrás, unos salteadores habían perpetrado en la posada de Pinares donde ella, desde la muerte de Ulrich solía hacer de fijo, junto con Giraldo las diligencias para la vendimia. La afanosa mujer junto con otras doncellas de Pollença habían sido mancilladas. La viuda de Ancarola no tenía sosiego desde la muerte de sus hijos y su finado esposo, y ver a Melissa impertérrita en tan deplorable estado, la invadía de un sentido de infortunio del que creía nunca podría salir. Pero no hay mal que por bien no venga, y ante los inesperados sucesos casó a Georg con Catalina anunciando la ulterior llegada de su primer nieto. No fue un varón, sino una hermosa niña la que Melissa trajo al mundo.

Pamela respiró hondo, sonrió en sus adentros a pesar de las lágrimas que rodaban por su mejilla, sollozó sintiendo para sí un singular gozo, por un instante creyó tomar entre sus brazos a la pequeña recién nacida, cerró los ojos y tarareó una canción de cuna que su madre aún siendo ella una espigada chiquilla de largas trenzas, solía cantarle.

–Es igualita a Georg- afirmaba con orgullo Apel frente a propios y extraños. Le puso de nombre Gadea a la infanta que cuidaría como a la hija que nunca tuvo. Catalina no se ocupaba en lo absoluto de su marido ni de su apócrifa hija, en cambio Cítola Saborejo quién había dejado en el olvido su mala costumbre de hurtar en las plazas y tabernas de los pueblos, pasaba de malabarista y aventurero sin oficio ni beneficio a ser un músico y agudo poeta para el deleite personal de Georg Ancarola. Muy poco le duró el gusto al hijo de Apel pues el juglar, durante una justa huyó con un codicioso trotamundos mientras su protector dormía plácidamente la siesta en una tienda de la feria. Así otros cantaron la gesta del vagabundo malagradecido, saltimbanqui errante que placer da y placer quita cuando Georg dormita las chanzas del tamborero.

Por mucho tiempo en Pollença desaparecieron las aparatosas monterías y la caza de cetrería quedó en el olvido. Catalina tuvo que relegarse a las actividades de la hacienda bajo el dominio de Melissa mientras que Georg después de unos meses de abulia despertaba a la vida con un inusitado ímpetu que lo llevó a la práctica del más elevado negocio bancario, la industria y el comercio, que aún incipiente cobraba gran fuerza en buena parte de Europa.

Gadea era una niña taciturna, pero podía con gran facilidad cambiar su estado sosegado sin causa aparente por otro más alegre, aunque se sentía más a gusto en sus juegos solitarios que ella discurría valiéndose de cualquier instrumento o cacharro aparentemente inútil. Con sus enormes ojos claros y a la edad de cuatro años, observaba el trabajo diligente de las mujeres que separaban con mesura la cáscara de las naranjas según el espesor de la piel, el brillo, la frescura, el aroma y el tamaño de los poros de la badana que ya clasificados, los montones eran procesados en diferentes prensas.

Muy a pesar de Apel, la niña disfrutaba durante algunas horas del día su estancia en el ajetreado espacio de intenso olor a cítrico, resinas y fragancias. Cerca de Melissa, Gadea fue adquiriendo una cabal y temprana educación que la consagraría en su vida adulta como una mujer de carácter firme, inteligente y solitaria. Aunque nunca destacaría públicamente en las ciencias humanísticas, la física, la alquimia y las matemáticas, ella llegó a involucrarse con tales conocimientos al grado que varios siglos después, sus escritos bellamente ilustrados, seguían inquietando a hombres y mujeres de ciencia que intentaban entender y descifrar su extraño legado.

A temprana edad la pequeña dio muestras de su peculiar excentricidad para organizar los objetos en arreglos tales que ella misma se imponía. Apel y Melissa recordarían siempre con gran regocijo el día que el virtuoso maestro Juanelo Zúñiga ensayaba el diseño de un mosaico que sería elaborado en un muro de la estancia de acceso a la hacienda, teniendo como tema principal los campos de naranjas, las flores, las esencias y los instrumentos de faena que serían perpetuados junto a las mujeres que daban fortaleza y vida a tan balsámica empresa, cuyo nombre “Blau Turquí” destacaba como un hilo blanquecino fundido sobre el azul turquesa de los estilizados frascos de vidrio veneciano, en donde se envasaban las aromáticas fragancias.

Pues dicho día, cuando Juanelo salió de la estancia dejando tras de sí, sobre un enorme bastidor al ras del suelo las teselas superpuestas y ordenadas indicando su justo lugar encima del esbozo del magnífico mosaico, no tardó la expedita inspección de Gadea que al momento intervino en la obra y para sorpresa de todos, la gran mayoría de las polícromas teselas estaban agrupadas en sendos montones, admirablemente separadas por su color, tamaño y textura. Del lado derecho los marrones, ocres, terracota, blanco y negro. Al centro los pequeños esmaltes rectangulares de fino cristal italiano con el que el artista había delimitado el marco de la obra y finalmente los rugosos esmaltes de oro y plata que puestos al revés reflejaban hermosos tonos de verde y azul brillante.

Apel quedó boquiabierta frente al desbaratado mosaico que apenas unos minutos exhibía el primoroso acomodo de las teselas dispuestas en riguroso Opus Musivum para remarcar el suave contorno de las figuras dotándolas de un rítmico movimiento. La viuda de Ancarola no pudo pronunciar palabra mientras que Melissa veía con pena el desfigurado rostro de Juanelo Zúñiga frente al insólito incidente. Gadea permaneció en silencio, aún seguía sentada sobre la efímera obra del maestro cuando advirtió que Apel estaba a punto de emitir un sonido.

–No, n o o o, no he roto ninguna pieza- aseguró la niña casi tartamudeando. Apel se guardó para sí lo que iba a decir mientras que Melissa con estricta formalidad tomó del brazo al maestro y le dijo quedamente: -Estimado Maestro, el diseño de su obra es magnífica, nos ha encantado, puede iniciarla cuando usted disponga. Las dos mujeres salieron de la estancia tomando cada una, una de las candorosas manitas de Gadea.

TODO MOVIMIENTO ES CAMBIO

Pamela gesticuló una sonrisa que pronto se convirtió en sonora carcajada, -¿y bien…? Se preguntó ¿porqué…? Algunas reflexiones invadieron su pensamiento, desde el acto osado de una chicuela traviesa… -bastante inteligente, por cierto- Dijo para sí. Pero un run run de especulaciones se atiborraron en su cabeza hasta que le pasó la idea un tanto filosófica respecto a que “todo movimiento es cambio” Ya lo había dicho Aristóteles alrededor del año 335ac. Cuando abordó los conceptos para su teoría de la dinámica del cambio.

Y con gran certeza se podía decir que Gadea en su inocente acto había realizado con la obra de Juanelo y las teselas los tres tipos de movimiento a los que se refería el sabio filósofo griego cuando enunciaba los movimientos cualitativos, cuantitativos y locales, ya que la sustancia o idea del mosaico en el nuevo acomodo había dejado de ser la misma, y por supuesto, la cantidad de teselas por conjuntos había cambiado y naturalmente éstas se encontraban en otro lugar.

No obstante a Pamela parecía no quedarle del todo claro su apreciación al respecto, porque viéndolo desde otro enfoque, retomando las ideas de Aristóteles cuando afirma que “en la producción de un objeto natural concurren cuatro causas”, así pues, serían: las teselas la causa material, la causa formal estaría representada por el ordenamiento de las teselas, la causa eficiente sería la misma Gadea que había realizado la acción y por último la causa final que estaría representada por el objetivo de la acción.

¿Y bien…? Pamela había llegado nuevamente al inicio de sus interrogantes. -La causa final era la más importante para Aristóteles porque todo agente actúa por un fin- meditaba al respecto tratando de encontrar alguna justificación razonable. Por supuesto Gadea no realizó ningún acto fortuito, ella seleccionó las teselas y las acomodó en una rigurosa categoría, -tal pareciera… que la niña buscaba un orden instintivo primigenio en vez de jugar a las muñecas- extraño pensamiento, reconoció Pamela. Sin embargo, no podía menos que aceptar el hecho como tal, ya que sería impensable suponer que en el arreglo pudo haber existido un patrón cuyo ordenamiento estaría trasmitiendo un mensaje.

Durante varios días Pamela experimentó intensas sensaciones, marejadas de pensamientos internos que se prolongaban hasta el sueño en los cuales creía haber comprendido el significado de las teselas. Pero en los momentos de mayor lucidez en los que intentó reflexionar tales introspecciones, las imágenes tan nítidas antes vistas, se disolvían en una inquietante nube de niebla. Y más aún, no comprendía su imprevista cavilación aristotélica, a fin de cuentas otros argumentos más contemporáneos podrían haberla sacado de sus interrogantes.

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