IMPRENTA PAGOLO SIGNERE (cap. 23)



SU LÓGICA SE DERRUMBABA DESDE LOS CIMIENTOS

Se había hecho tarde, Ferdinán y Dafra se despidieron, estarían en México un par de días donde se habían quedado de ver con “el oriental”, el segundo investigador que se uniría al equipo y con el que viajarían esa misma semana a China. Pamela reconoció por un instante que la fortuna que había amasado su abuelo putativo Ernesto Thien, a lo largo de su vida en los almacenes Céfiro, no podía haber tenido mejor destino. Una emoción le embargaba, se vio al espejo y se sonrió complacida, por lo pronto las cosas marchaban de lo mejor.

Cuando se soltó el cabello que llevaba recogido con una cinta observó que le faltaba un pendiente, caviló en que momento pudo habérsele caído y le pareció que lo más razonable era buscar debajo de la cama, de no estar ahí tendría que esperar a que apareciera el arillo en cualquier lugar de la casa. Se asomó bajo el lecho y como a esa hora de la noche estaba bastante oscuro fue por la linterna. Trató de iluminar el sitio que consideró pertinente y se sorprendió que la lámpara no funcionara, después de varios intentos desarmó el fanal y se dio cuenta que no tenía pilas. Le pareció extraño pues recordaba haber estado leyendo la noche anterior con la luz de la linterna. La situación le pareció tan confusa que dudó haber pasado la noche en vela, así que tomó el libro y revisó el texto de la última página que estaba señalada. Leyó en voz alta los últimos renglones:

...ambas mujeres sentían sofocarse, la anciana respiraba con gran dificultad cuando llegaron a la boca del pasadizo secreto por donde se filtraban los rayos del sol.

Sin lugar a dudas recordaba perfectamente bien cada una de las palabras del escrito, pero justo en ese momento le asaltó a la memoria una frase que le había impresionado sobremanera, rebuscó con impaciencia las líneas y cuando las leyó nuevamente se quedó petrificada.

…vio a una mujer que parecía dormir. -Es Pamela, pronto la conocerás. –dijo la mujercita y desapareció...

Repentinamente sintió que su lógica se derrumbaba desde los cimientos. Discurrió que ella era la Pamela de quien se hablaba en el justo momento en que la veían dormir quinientos años después, mientras ella dormida leía un texto escrito hacía quinientos años, donde alguien que seguramente se refería a ella y al mismo tiempo la veía dormir, le aseguraba a otra persona que también la veía con exacta precisión, que pronto habría de conocerla. ¡Era terrible! nuevamente se encontraba frente a otra pasmosa sincronicidad.

Las cosas parecían sucederse juntas en el tiempo quebrantando todos los esquemas que fortalecían su modesta visión cosmológica. Algo estaba más allá de la percepción normal de sus sentidos, ella era al mismo tiempo observador y objeto observado, sintió por un momento vivir en un estado intemporal que se manifestaba como una revelación del tiempo. Se dio tregua y calma para ver las cosas tal como eran, y si una parte de su naturaleza esperaba ser descubierta quinientos años después, o si quinientos años eran un suspiro, o lo que fuera, eso tendría que ser. Así que se acomodó entre las almohadas de su cama y en la más desenfadada posición que encontró, continuó la lectura.

COMO ALMA EN PENA QUE LLEVA EL DIABLO

Gadea y Melissa no hablaron en lo absoluto de regreso a la hacienda donde ya las esperaba con ansia Apel. Los días pasaron inadvertidos y todo parecía transcurrir igual que siempre hasta que una mañana, durante su paseo matutino por el huerto, la joven Ancarola oyó que alguien le chistaba, volteó hacia el lugar de donde venía el insolente sonido, y vio agazapado tras una pila de ramas secas y troncos a un mozuelo que le hacía señas llamando su atención. Se aproximó con prudencia al chiquillo que sin mayor preámbulo ni esperar respuesta le entregó un envoltorio y al acto salió huyendo. Gadea volteó para todos lados tratando de ubicar el rumbo que había tomado el intrépido, pero éste había volado como alma en pena que lleva el diablo.

Con verdadera curiosidad al abrir el paquete encontró una obrita de Fábulas de Diógenes Laercio pródigamente encuadernada en pergamino color oro viejo. Alguien le había hecho llegar un libro, no sabía por qué y mucho menos tenía idea de quién. Envolvió nuevamente el libro y lo escondió entre sus faldas, se dirigió a su habitación y esperó la noche para leerlo a la luz de una vela. Una semana después cuando su abuela y su tía abuela hacían sus labores en el salón de costura, Gadea entró a la estancia y muy resuelta les preguntó.

-¿Han visto antes este paquete? Las dos mujeres visiblemente aturdidas se lanzaron miradas acusadoras la una a la otra. Intentaron hablar las dos al mismo tiempo, pero dominó la voz de Melissa que dijo casi entre dientes. –Sí.
-¿Me lo puedes explicar tiitameli? -¿O prefieres decírmelo tú yayita? Preguntó por segunda vez dirigiéndose a su abuela.
-Yo te lo puedo explicar hijita. –Dijo Apel muy afligida- Hace unos días vino el señor Antonello Guinelli solicitando nuestro permiso para visitarte.
-¿Quién?
- El comerciante extranjero. –Agregó Melissa.
-Que no es comerciante. –Aclaró Apel dirigiéndose a su hermana- Es impresor.
-¡Ah! ¿Y qué pasó después? -Le dijimos que le enviaríamos una respuesta oportuna con nuestro administrador y apoderado Don Vicente de Rusiñol.

-¿Y cuál fue la respuesta? Después de un largo silencio habló Melissa.
-El señor Guinelli no tiene buenas referencias, además de impresor hace naipes.
-¿Naipes?
-Juegos de suertes. –Dijo Apel casi susurrando.
-Nos informaron de buena fuente que en Italia los monjes arrojaron al fuego sus diseños al igual que “El libro del juego de las suertes” de Lorenzo Spirito que se realizó en la imprenta de su tío. Explicó con gran detalle Melissa.

-Pagolo Signere es su tío y es el dueño de la imprenta que se abrió aquí en Pollença hace medio año a dos calles del Mesón Mallorquín ¿Verdad Melissa? –Agregó Apel.
-Es por tu bien que nos hemos tomado este atributo, querida Gadea, no deseamos que te pase nada malo. –Dijo Melissa en tono de súplica. -Se los agradezco, ya tengo edad para cuidarme sola. Y díganle a Rusiñol que informe al señor Guinelli que seré yo la que visite la imprenta. Tan pronto se confirme la fecha quiero que se preparen porque iremos las tres.
-¿Las tres? Preguntó Apel tan quedo que no obtuvo respuesta.

SOBRE LA CALLE DEL OLIVO

Llegó el día señalado y muy temprano las hermanas Ferrater junto con Gadea salieron para Pollença. El día estaba pleno del aroma de los azahares y el cielo parecía trazado de una sola pincelada que revestía del mismo color las cálidas aguas del mediterráneo. Los campos cubiertos de verde se erguían bajo los rayos del sol, y los campesinos saludaban alegremente al paso del carruaje descubierto. Las abuelas vestían con sobriedad elegantes trajes beiges con camisas de seda rosada Apel, y gris perla Melissa. Las dos llevaban guantes de punto beiges y sombrillas del mismo color. Gadea lucía un hermoso vestido hecho para la ocasión en brocado de seda esmeralda, que hacía resaltar más sus grandes ojos aceitunados.

Era la primera vez que las tres mujeres acudían a una reunión que no fuera para asistir a un enfermo, a la iglesia o a un evento de caridad en el pueblo. Las hermanas Ferrater nunca se imaginaron que serían ellas las que acudirían a una cita, para verse con un hombre innoble señalado por el clero. Apel se persignó para sus adentros e hizo la señal de la cruz, sin que se dieran cuenta su hermana y su nieta. Melissa se mostraba escrupulosa por primera vez en su vida, Gadea estaba enamorada, eso cualquier madre lo sabe, aunque ella no lo sabía por experiencia propia, pero podía reconocer en el semblante de su hija la luz que sus ojos irradiaban.

Muy próximas al centro del villorrio y sobradas de tiempo Apel discurrió que le gustaría comprar flores para el altar de la virgen de la Asunción, Gadea y Melissa accedieron, pero la tía abuela en último momento dijo que prefería adelantarse a la iglesia para rezar unas plegarias, así que ella se bajó del carruaje frente al templo mientras que las dos mujeres, se siguieron hasta el mercado de las flores. En un reclinatorio de la capilla del Cristo Melissa oró con sincero recogimiento por su hija, permaneció unos momentos en esa actitud piadosa, hasta que los rayos del sol que se filtraban por los ventanales emplomados con vidrios de colores la inundaron de luz tornasolada.

La mujer se persigno y salió del templo y cómo no vio el carruaje, se siguió hasta la plaza de las Palomas donde buscó una banca bajo la sombra de un árbol. Aunque reconocía que desde chiquilla circunstancialmente Gadea solía hacer su voluntad, nunca había sido injusta ni obstinada, de tal modo no había de que preocuparse, sin lugar a dudas, la actitud de su hija no era otra cosa que una minucia pasajera.

Con el ánimo sosegado volteó a los alrededores tratando de ver su carruaje y justo en ese momento, del otro lado de la calle vio salir del negocio de lencería y pasamanería a la señora Inés Vicuña de Font, con su cuñada Anita, quienes cruzaban la acera acompañadas de sus respectivas hijas. Cuando las damas y sus encantadoras infantas pasaron frente a ella la saludaron afablemente. La rubia y más pequeña de las niñas le comentó a la otra. –Querida Nina ¿sabes que me gustaría ser de grande? Algo contestó Nina pero Melissa no lo pudo escuchar porque empezaron a ladrar unos perros. –Qué raro. –Pensó la anciana- siento como si esto ya lo hubiera vivido antes.

Trató de evocar sus confusos recuerdos, pero era evidente que en su memoria el tiempo y los sucesos se trastocaban, y ante cualquier tentativa de ordenar el advenimiento de sus extrañas premoniciones todo le parecía quimérico, permaneció absorta tratando de entender lo sucedido hasta que la sacó de sus reflexiones la voz de Gadea que la llamaba.
-Tiitameli, Tiitamel. Tan pronto como el carruaje arribó a la plaza, subió la anciana al coche que tomó carrera esquivando entre las patas de los caballos, a un par de perros enfurecidos que tras un enorme lebrel, se precipitaban a su babeante hocico que mordía un suculento hueso.

LAS ILUSTRES VISITANTES

Sobre la calle del Olivo colgado de un hermoso herraje se distingue un letrero, cuyo texto en notable estilo caligráfico, con letra fraktur dice “Imprenta Pagolo Signere”. Gadea lo vio a lo lejos y sintió un vuelco en el estómago. En la entrada de la casona el mozuelo portador de las Fábulas de Diógenes Laercio, aguardaba a las ilustres visitantes y tan pronto distinguió el carruaje dio aviso alertando al amo Antonello Guinelli, quién hizo las señas convenidas para dar inicio a la ceremonia de recepción.

El coche se detuvo y sin premura, disimulando cualquier indicio de exaltación, como cualquier respetable y distinguido gentilhombre, el mismo extranjero abrió la portezuela del carruaje, y con gran cortesía ayudo a las hermanas Ferrater y a Gadea a descender del coche. Una comitiva precedida por el controvertido Signere encaminó a las damas hasta la breve escalinata que daba acceso al patio central. Gadea detuvo la vista en el céntrico balcón del segundo piso que inundado de luz, era el punto focal de la rigurosa simetría entre los ventanales y las arcadas que enseñoreaban el conjunto de la edificación, erigida sobre el fundamento de una planta cuadrada. Más maravillada quedó con la fuente cubierta de azulejos y el estanque circular rodeado de jardineras y meandros, que invitaban a disfrutar del aire fresco bajo la plácida sombra de un vetusto olmo.

Desde ahí, Guinelli condujo a las señoras al primer salón de la imprenta donde se fundían los diferentes tipos. Los hombres diligentes veían a las mujeres de reojo, que interesadas en su labor atendían las explicaciones de Antonello. Apel vigilante, permanecía alerta a cualquier indicio censurable. Se había prometido no tolerar con su presencia la aprobación de algo indigno, que pusiera en boca del pueblo de Pollença en tela de juicio su buen nombre. Rebuscó algún posible barrunto hasta en las modestas cajas repletas de letras metálicas, que habían sido vaciadas al revés. Husmeó incluso en las ropas viejas y desgastadas que se escondían bajo el guardapolvo de los fundidores, afanados con esmero en el llenado de los moldes. Escarbó con la mirada cada uno de los rincones de las salas, donde las pieles de carnero eran convertidas en tersa vitela. Se cubrió con un pañuelo la nariz para no oler las sustancias corrosivas, ni aspirar el polvo de la cal, ni los pelos que volaban vaporosos del cuero de los animales, hasta caer livianos bajo los recovecos de pesados bastidores.

La viuda de Ancarola se cuidó bien de no pisar los cerros de trapos y paños viejos dispuestos en el piso, para la elaboración del pergamino y el papel. Melissa la sintió incómoda, no obstante le hizo un ademán para que guardara el pañuelo, cosa que hizo al entrar a la sala de los cajistas, donde se elaboraban las planchas con los tipos. Aunque no por mucho tiempo, ya que tan pronto sintió el olor rancio del aceite de linaza, hervido y coloreado con pigmento de humo, justo a la entrada propiamente dicha de la imprenta, dio tremendo estornudo que no pudo evitar limpiarse la nariz con sonoro estropicio.

El silencio se hizo en la sala por unos segundos, después de los cuales los impresores continuaron con su oficio, acomodando los pliegos, entintando las planchas, manejando la prensa y vigilando el correcto secado de la tinta. Menos turbada se sintió en la sala de encuadernación donde se cosían las hojas de los libros, y se les pegaban elegantes y vistosas pastas. Habían dado la vuelta al pasillo del patio central, y cuando por fin creyó dar por concluida la mal lograda visita, Antonello Guinelli explicó que la imprenta como un invento de la época, aún no conseguía desplazar el gusto y las exigencias de la mayoría de los monasterios cristianos, o de un buen número de opulentos letrados de la nobleza, quienes por encargo solicitaban la elaboración de manuscritos. Decía esto al tiempo que les indicaba el acceso de las escaleras que conducían al segundo piso.

LA SALA DE LOS COPISTAS

Las tres mujeres entraron a la sala de los copistas donde el silencio, la limpieza y el orden imperaban. Esta enorme habitación, scriptorium del artista, trasmitía la misma serenidad y el recogimiento de cualquier sacrosanta abadía. Melissa contempló con nostalgia a los virtuosos que sentados frente al atril reproducían cada letra, cada palabra, cada pensamiento cabal de toda una obra, que habría más tarde de ser ilustrada al guaché, con témpera de huevo en esa primitiva forma oleosa para resaltar las ideas, que toman forma en el resquicio de la imaginación. Se vio ella misma, joven e ingenua frente al manuscrito del Magister Prinio Corella.

Un profundo sufrimiento estrujó su corazón, habían pasado más de cuarenta y cinco años y por primera vez lamentó con toda su alma haber destruido el original. Cruzó por su mente la infame idea de haber silenciado los fundamentos de la Magna Obra. Por unos instantes cerró los ojos y pidió perdón. Perdón por haber escrito una clave tan equívoca en el laude de la inscripción sepulcral. Misericordia por haber reformado el manuscrito de Corella con una parte igual de texto, aunque estaba consciente de no haber añadido, modificado o quitado nada de su esencia, no obstante… ahora estaba segura que su expresión había sido tan enmarañada que había destinado la obra del Magíster a la noche oscura del olvido.

Gadea la tomó del brazo cuando se percató que había lágrimas en las mejillas de su tía abuela. La anciana esbozó una sonrisa apacible y por un instante creyó ver en los ojos claros de su hija el rostro del hombre que debió haber sido su padre. Pero no, no tenía la menor idea de sus rasgos, era tan solo un mal recuerdo hace mucho tiempo desterrado. El corazón se abandona al sufrimiento y fortalece el espíritu con los años, aunque deja una coraza impermeable que lo insensibiliza todo, hasta la más elemental demostración de los buenos afectos. La madre y la hija siguieron a Guinelli quién se había adelantado con Apel, ambas mujeres se hicieron un guiño cuando vieron a la abuela ensimismada con el extranjero en franca conversación, pues la sala recientemente visitada si era de su agrado.

No obstante, la biblioteca resultó ser el lugar predilecto de las mujeres que pudieron hojear muchos libros, no se cansaban de decir lo maravilladas que estaban con las magníficas ilustraciones, y las tapas de fina piel grabada en su mayoría con letras doradas. Antonello Guinelli supo darle un toque mágico al feliz momento relatándoles, que tales o cuales libros habían sido copiados para los servicios litúrgicos de la diócesis del obispo de Paris, como la Magna Glossatura o el Setentiarum Libri IV, al igual que la Summa Theologiae, esta última obra muy requerida para la biblioteca papal, y los monasterios de la orden Benedictina y el de Sahún.

Aún no terminaba de decir que para la biblioteca de Carlos VII, y Luis XI así como para la colección particular del rey de Aragón y la biblioteca de Alfonso X, y de otros tantos hombres ilustres que le resultaba tedioso enumerar, se habían copiado o impreso obras de Vitrubio, Virgilio, Ovidio, Marcial, Juvenal, Horacio y de gran cantidad de pensadores, científicos y sabios que habrían de cambiar el mundo al llevar a todos los rincones el conocimiento humano. Antonello había tomado carrera y estaba a punto de enumerar otra retahíla de nombres cuando Gadea lo interrumpió.

–Me interesa un libro.
-Estupefacto y a la vez muy complacido tardó en responder y con voz pausada dijo- Me puede indicar que libro le interesa.
-Aún no lo sé, dudo si las Epistolas Familiares de Cicerón o el Cancionero de Petrarca. -manifestó  señalando ambos ejemplares que se encontraban sobre una mesa y agregó- Me parece que debo empezar con algo sencillo.
-Son obras magníficas y de fácil lectura, estoy seguro que cualquiera de las dos las va a disfrutar mucho. –Aseguró el extranjero en tono circunspecto y de inmediato le preguntó.
-¿Desea la obra impresa o prefiere un manuscrito?
-Ninguna de las dos.
-¿Ninguna de las dos? Dijeron los tres al mismo tiempo.
-Yo misma copiaré el libro, espero que usted tenga tiempo y voluntad para enseñarme, se le pagará bien por sus servicios. Guinelli aceptó de mil amores y en poco tiempo el salón de costura se había transformado en el espacio impoluto que cualquier honorable copista podría anhelar.

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