ALFORJA DE PIEL (capítulo 25)



EL NOMBRE DE LA QUERIDA APEL

Pamela estaba convencida de dicha circunstancia, tal vez porque sentía que la incluía a ella, y porque la lectura comenzaba a tomar una dinámica inusitada de vivencias conectadas a través del tiempo. No era la primera ocasión que se sentía tentada a dar lectura a la última página de Sincronía, pero no sucumbió frente al temor de abrir de súbito una caja de Pandora. Le horrorizaba la idea del final, temía el desenlace, lo aparentemente predestinado. La paralizaba el desasosiego a sus tontas conjeturas y recelos así que aceleró la transcripción de su legado, dejando para el final los detalles de las ilustraciones que Yara después de haber escaneado, perfilaba a la perfección con la herramienta bézier de Corel.

Con un sencillo forro de color hueso Gadea después de coser los folios revistió las pastas del manuscrito secreto. El documento intitulado y sin numeración en las hojas, tampoco llevaba el nombre de su autora ni la fecha ni cualquier clase de comentario, que indicase alguna idea de su contenido incomprensible. Melissa mandó hacer un elegante bargueño con puertas de vidrio, en cuyo doble fondo ocultaron el extraño testimonio del Ditriae-Corporum y las mujercitas desnudas.

A lo largo de veintidós años el mueble fue albergando las treinta y ocho copias magistrales de Gadea, quién sólo descansó unos cuantos días después de su boda con Antonello Guinelli. La joven pareja se quedó a vivir en la hacienda y durante cinco apacibles años, el impresor, la copista y las hermanas Ferrater pasaban las cálidas tardes del verano jugando naipes. Apel había perdido la vista por completo pero tenía el don de ver con la yema de los dedos, los relieves sutiles que el extranjero marcaba en las esquinas superior derecha e inferior izquierda de cada naipe. La viuda de Ancarola era la más entusiasta en el juego, de tanto en tanto se decía. -¿Y cómo han podido prohibir esta baraja? Y que Dios me perdone, pero hasta Él mismo jugaría este juego.

Apel murió un hermoso día de primavera cuando el aroma y la floración de los azahares cubrieron de blanco y perfume los campos de naranjos. El paisaje de aspecto nevado rendía tributo junto al pueblo de Pollença a una de las mujeres más emprendedoras en la industria de fragancias, mermeladas, extractos y aceites esenciales que llegaban por igual, a las tierras del mediterráneo como a las casas señoriales del nuevo mundo.

Georg y Catalina llegaron a la hacienda justo a tiempo para verla morir en tan piadosa paz, que su pálido rostro expresaba una tenue sonrisa. El duelo de la familia traspasó las tierras de labrantío y el mismo puerto, para recordar con alegría, como un día de fiesta, las ceremonias del entierro donde las anécdotas espantaban las lágrimas y la congoja se tornaba en complacencia. El cortejo aunque numeroso fue discreto, sin fasto ni pompa, no hubo plañideras ni pesadumbre porque así lo interpeló en vida y quiso que en su velorio y en su sepelio, el llanto fuera silencioso como el de ella por abandonar a sus seres queridos en el momento más dichoso de su existencia.

Melissa la recordó siempre como aquella niñita temerosa y frágil que la acogió en su hogar para quererla como a una generosa hermana, vinculada entrañablemente a los afectos de su propia sangre. La anciana Ferrater continuó su vida a ratos en la factoría, en los campos de la hacienda y en las tertulias de naipes donde los tres jugadores siempre pronunciaban en sus amenas conversaciones el nombre de la querida Apel.

LO RECORDARÍA CUANDO LO ENCONTRARA

Un día, a la edad de cuarenta y cinco años Gadea dejó su sillón de copista porque descubrió que estaba en cinta, justo cuando Melissa estaba por cumplir noventa y nueve años. Inexplicables y reveladores incidentes marcaron la mañana del ocho de febrero de mil quinientos setenta, cuando pasado el mediodía la tía abuela armó tremendo revuelo por toda la casa, buscando en algún lugar que no recordaba donde, cierto talego que había guardado hacía tiempo. Hurgó entre las vasijas, los potes y las ollas, removió hasta las brazas del fogón donde hervía el puchero, revisó cada perol y todos los rincones de la cocina dejando tal desorden y tiradero, que Gadea le sugirió continuar su búsqueda en otro lugar de la hacienda, pero la anciana insistía que tal vez en ese sitio estaba lo que ella buscaba, y cuando la mujer de Guinelli le preguntó que qué buscaba, la anciana le contestó que lo había olvidado, pero que lo recordaría cuando lo encontrara.

Para desazón de las criadas, Melissa continuó husmeando y removiendo en todos los armarios, guardarropas y cualquier estantería que se le cruzara en su camino vaciándolos por completo. En el piso se fue amontonando la ropa, los sombreros, las zapatillas, los guantes, los estuches y cofrecillos, los alhajeros y baúles, las sábanas, las mantas tejidas, las toallas bordadas, las carpetas ribeteadas con encaje de bolillo, entremezcladas con infinidad de cosas domésticas en tal maraña pues en su alocado frenesí, la mujer no se dio cuenta que ya nadie le prestaba atención porque Gadea había entrado en labor de parto.

Entre cuatro mujeres, madres muy entendidas de más de cinco criaturas, la sentaron en el borde de una silla y le ataron las manos a una cuerda que colgaba de una viga. Cuando llegaban los dolores una mujer jalaba la soga, mientras otra le acercaba a la boca un cucurucho para que soplara fuerte. La más vieja le masajeaba el vientre y la más joven con un paño suave entre sus brazos vigilaba la cabecita que comenzaba a salir.

-Ya viene, ya viene. –increpó la mujer metiendo su cabeza entre las piernas de Gadea que dio tremendo grito de dolor, cuando al fin nació la intrépida Kima. Amaneció el día siguiente y en el más apacible de los silencios, la madre y la hija descansaban, mientras Antonello descubría horrorizado el cuerpo de Melissa sin vida recostado en una mecedora. Se aproximó a la anciana brincando las canastas de costura, los bastidores y las labores del tejido revueltas con telas y ovillos de estambre. Le cerró los ojos y tocó tiernamente sus manos que sostenían con fuerza un grueso de papeles y una pequeña alforja de piel de oveja.

-¿Le ocurre algo señora Pamela? –Preguntó Yara a su patrona cuando la vio con la mirada llena de tristeza seguramente atrapada en algún lejano pensamiento. -No, no… es el cansancio, creo que debemos dar un paseo. La señora Perilló se acercó al cristal de la ventana, la playa estaba solitaria y las olas en vaivenes fugaces apenas si empapaban la arena. -Dile a tu madre que no cocine, comeremos las tres en cualquier lugar.

Pamela se dirigió a la zona comercial y turística de Turritela, había varios restaurantes pero le llamó la atención uno que ostentaba el nombre de “Las Perlas”, sin otro motivo, ese le pareció el más adecuado para salir un poco de sus cavilaciones. Era la primera vez que Yara y Romelia comían en un sitio tan elegante, al principio se sentían cohibidas pero después de varios vasos de sangría con un poco de vino tinto, fluyó una amena conversación entre Pamela y la chica que no se apartaron del tema del dibujo, el color, la línea, los gráficos y lo más avanzado en programas de diseño para animaciones, e incluso hablaron de editar páginas web. -Adobe Photoshop y Adobe Flash te van a encantar, son súper fáciles. –Decía la señora Perilló que estaba asombrada con la capacidad de aprendizaje de la muchacha. En el interior del establecimiento la luz artificial y la música creaban un ambiente muy agradable, la sobremesa se alargó con los tecnicismos de la charla, el postre y el café.

Era ya tarde cuando salieron del lugar, en la calle las sorprendió la luna llena que lo inundaba todo de un prodigioso fulgor. Pamela aspiró profundo la cercanía balsámica del mar que le trajo a la memoria las playas de su querida Barcelona. A punto de subir al auto vio nuevamente el anuncio de “Las Perlas” pero ahora notó algo que antes no había visto, el número cuarenta y cinco labrado en bajorrelieve sobre una piedra de cantera.

Durante el trayecto hacia la casa con la luna espejeando sobre la superficie nocturna del agua pensó que ella, sin dudarlo ni un momento, había elegido el restaurante por el sugestivo nombre. Pero el hecho de que la dirección del inmueble llevara por número el cuarenta y cinco era más que una casualidad. ¿Tal vez una señal? A fin de cuentas el talego que atesorara Melissa en el último halito de su existencia tenía que ser el mismo saco con las perlas que el Magíster Prinio Corella le había confiado años atrás, y que ahora sin entender el porqué, ella poseía junto con otras joyas, unos impresos y el libro Sincronía. Más tarde no pudo conciliar el sueño ni apartar sus pensamientos de dicho número que sumaba nueve.

EL SOFISMA DE LAS NUEVE MONEDAS DE COBRE

El nueve, se dijo, es un número misterioso. Evocó en su conjetura el sofisma de las nueve monedas de cobre que ideara un heresiarca de Tlön, al que no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas, y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Quienes argumentaron que si la igualdad comporta la identidad, habrían de admitir asimismo que las nueve monedas son una sola. De tal modo nueve perlas tenían que ser una sola, pero cinco grupos de colores diferentes de nueve perlas en nuestro mundo sustancial, seguían siendo cuarenta y cinco perlas.

 Los números, las perlas, las monedas y Borges en el espacio laberíntico de los espejos, junto al reflejo transverso de la historia narrada en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius deshilvanaba en el sueño de Pamela, la magnánima concepción del “eterno retorno” sujeto al movimiento del cosmos de un ilusorio universo, ya que nada en su sueño terminaba en un reductio ad absurdum pues siempre aparecían la misma cantidad de perlas, una y otra vez chocando con inaudita fuerza en algún punto del contrafuerte, hasta que una de ellas lograba accionar el mecanismo del sistema para intercambiar la energía interna, con la del medio circundante eternizando el todo en medio de la nada.

¿De qué otra forma habría de comprenderse este movimiento dirigido en el organizado caos de los sistemas mentales? Porque evidentemente una carga de información estaba sujeta al sistema material, pero las estructuras resultantes debían de ser producto de un orden más profundo de esta compleja información. Sí el nivel material era percibido por el nivel mental que actúa de forma recíproca sobre cierto desplegamiento de aspecto material, la información debía modificarse constantemente para ejercer la dinámica de las relaciones dentro de cualquier universo manifiesto.

Así, de tal modo las sincronicidades serían una expresión de movimiento fundamental desplegadas como patrones de pensamientos y combinaciones de procesos materiales. En cada región del espacio-tiempo debía estar inmersa la conciencia del individuo, de ese solitario observador que preside toda una orquesta sin él saberlo. Pamela estaba convencida que Gadea había habitado un microcosmos atemporal donde el espacio fluctúa y se despliega simultáneamente, en los aspectos mentales y materiales penetrando incluso en la concepción creadora de su propia existencia.

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